Una confesión siempre actual: 'Señor mío y Dios mío'

North Texas Catholic
(5 de abril de 2023) Fe-Y-Catequesis

Todos hemos visto dibujos animados o comedias donde el padre de familia se ha quedado dormido durante un sermón en la iglesia y, al ser despertado con un codazo, se sienta y pregunta "¿qué?" y trata de reorientarse.

Si el personaje es Homero Simpson, entonces dicha situación podría incluso incluir un poco de baba.

Cuando las recomendaciones del Concilio Vaticano II comenzaron a ponerse en práctica en las parroquias de todo el mundo, la transición a veces desconcertaba un poco a la gente. Ya no podíamos asistir a Misa y estar con la boca abierta y con la mente divagando. Había muchas cosas nuevas en la traducción, y si cometíamos un error, lo haríamos en frente de toda la asamblea, así que "despierta, oh tú que duermes" era la orden del día.

El cambio hace eso. Nos saca de nuestras zonas de confort, nos hace sentarnos, prestar atención, y orientarnos para que no nos perdamos.

Por supuesto, el cambio nunca es objetivamente bueno o malo; es algo subjetivo. Sin embargo, cuando estamos en medio del cambio, tendemos a aferrarnos a lo que es familiar, a lo que es amado. Para mí, el momento de la consagración ha sido siempre algo incambiable -- el momento extraordinario cuando el velo entre el cielo y la tierra se vuelve más delgado y Cristo Jesús se hace presente bajo la apariencia del pan y el vino.

La consagración no ha cambiado y para muchos de nosotros tampoco ha cambiado nuestra respuesta a la Hostia brillante de la realidad absoluta. En el momento de la elevación, siempre vienen las palabras: "Señor mío y Dios mío".

En Misa, mi familia siempre se sentaba adelante, a la izquierdo del pasillo central. Desde ese lugar, tenía una vista completa del altar. En ese momento, los cambios litúrgicos del Concilio Vaticano II recién comenzaban a implementarse, y el sacerdote todavía miraba hacia el Este. Algunas de las oraciones estaban en la lengua vernácula, y las campanas de consagración todavía sonaban. Mientras lo hacían, yo hacía esa maravillosa confesión que mi madre me había enseñado, mis susurros se elevaban junto con mis ojos atónitos: "¡Señor mío y Dios mío!"

Fue una semana después de la Resurrección -- en la Octava de Pascua -- cuando esas palabras fueron pronunciadas por primera vez. Jesús se apareció en medio de sus amigos más cercanos, y esta vez, Tomás, el gemelo que había dudado anteriormente, estaba con ellos. Cuando se dio cuenta de que Jesús estaba realmente vivo y maravillosamente en su humanidad, Tomás cayó de rodillas y exclamó esas palabras. Habiendo puesto sus dedos en las llagas de los clavos, y su mano en la herida del costado de Jesús, el que dudaba ya no dudaba, sino que creía.

Es una tradición venerable repetir esta confesión cuando contemplamos la Hostia consagrada, como una forma de testimoniar nuestra creencia en esas cosas invisibles, pero no obstante reales. Jesús no estaba bromeando cuando dijo: "Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos", y ciertamente puede estar con nosotros en todos y cada uno de los momentos, pero especialmente de la manera más tangible y maravillosa: en el Santísimo Sacramento del altar.

Somos un pueblo bendecido por poder encontrar la presencia física de Cristo en casi todos los pueblos y zonas horarias, listo para recibirnos si estamos haciendo una visita.

El obispo Robert Reed es obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Boston, párroco de las parroquias de St. Patrick/Sacred Heart en Watertown, y presidente de la red CatholicTV.

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