Volver a la normalidad, o algo mejor
Cristo ha resucitado de entre los muertos. Él ha conquistado el pecado y sus efectos nocivos de la enfermedad, el error, y la ignorancia; y su peor efecto, la muerte misma. Cristo reina y es soberano de Su Reino que la Iglesia, establecida por Él, inaugura por medio de la proclamación de Su Evangelio. Sabemos esto a través de la fe y se nos recuerda diariamente mediante nuestras oraciones, y por medio de la ofrenda y aceptación de las obras de misericordia en nuestro hogar y en nuestra comunidad en general. Las lecturas evangélicas de la temporada de Pascua nos presentan la misión inconfundible que nos dio Cristo de marchar rápida y confiadamente hacia el futuro para proclamar el Evangelio de la Resurrección de Cristo con valentía ante el miedo y la duda.
Las circunstancias actuales del mundo que vivimos cada día nos llevan a sentir mucho temor sobre el futuro. El mundo de la carne nos dice que Cristo no reina, sino que el COVID-19 reina con poder e intimidación para arrebatarnos la salud, quitarnos la vida y la de nuestros seres queridos, destruir nuestra economía y afectar nuestro sustento, incluso para quitarnos nuestra fe al evitar que podamos reunirnos (incluidas las Misas y las Confesiones) en grupos de más de 10 personas. El mundo de la carne nos dice que le tengamos miedo al futuro porque las cosas ya no serán lo mismo, que serán peores para nosotros.
No obstante, sabemos que no es así. Sabemos que Cristo ha resucitado de entre los muertos. El mundo de la carne nos dice que las cosas no serán lo mismo que antes. Sin embargo, a diferencia del mundo de la carne, sabemos que las cosas no serán las mismas de antes, sino que serán mejores. Forjamos el futuro al vivir el Evangelio con confianza en el momento presente. Cristo nos ha confiado la misión de convertirnos y convertir a los esclavizados por el miedo según el mundo de la carne.
Seguiremos adelante con confianza, sin volver a lo que era normal, si por “normal” nos referimos a dar por sentado los sacramentos, como derechos de conveniencia. Avanzaremos con confianza, sin volver a la normalidad, si por “normal” nos referimos a vivir nuestras vidas como si Dios no existiera de ninguna manera que afecte la forma en que vivimos y cómo cuidamos y servimos a nuestro prójimo. Seguiremos adelante con la confianza de no volver a la normalidad si por “normal” nos referimos a tratar la Iglesia sólo como un lugar para ir, y no como la vocación de nuestra relación con Cristo y del uno con el otro para amarnos y servirnos. Seguiremos adelante con la confianza de no volver a la normalidad si por “normal” nos referimos a vivir la vida velando sólo por sí mismos como individuos y siendo indiferentes al sufrimiento de los demás.
Esto significa que cuando volvamos a reunirnos en la iglesia y a recibir frecuentemente los sacramentos, incluidos la Penitencia y la Eucaristía, lo hacemos con un renovado espíritu de gratitud por la gracia de Dios a medida que Él cambia toda nuestra vida, cuerpo y alma, y que no es simplemente volver a una mentalidad “normal” que considera a la Penitencia como una válvula de alivio para los sentimientos propios de culpa, y a la Eucaristía como un artículo que sólo tiene un valor privado.
Sé bien cuánto extrañan ir a la iglesia el domingo. Quiero que sepan que yo también les extraño. Sus sacerdotes les extrañan. Sus vecinos les extrañan. Al pasar por todo esto juntos, nuestra visión al final de esta jornada ha de ser la de un regreso a la celebración plena de la Eucaristía dominical y de los otros sacramentos como Cristo lo quiso, pero no la de un mero retorno a la “normalidad”. Vemos la luz al final del túnel, la luz de Cristo, “quien, volviendo del dominio de la muerte, ha arrojado Su luz pacífica sobre la humanidad, y que vive y reina por los siglos de los siglos.